Planes de igualdad de oportunidades para empresas; protocolos de prevención del acoso sexual y por razón de sexo; medidas favorecedoras de la conciliación de la vida personal, familiar y laboral; leyes antidiscriminación y un largo etcétera de actuaciones institucionales, ya sean privadas o gubernamentales, orientadas a alcanzar la igualdad efectiva entre mujeres y hombres. Da la sensación de que, de algún modo, la equidad de género ha ido posicionándose y ocupando un lugar cada vez más destacado en nuestra sociedad. Así, a pesar del largo camino que todavía queda por recorrer, parece que una mayor sensibilidad impregna la epidermis de una sociedad construida sobre un denso sustrato patriarcal.
Sin embargo, la igualdad, antes de solidificarse y devenir un valor oficial, vertebrador de códigos y normativas, estandarte de instituciones y corporaciones, ha sido un principio dinámico, fruto de una lucha constante y accidentada, colectiva e individual, desesperada en ocasiones, exitosa en otras, de muchos movimientos feministas y de mujeres.
El movimiento feminista contemporáneo occidental surgió en un contexto liberal, en el que la igualdad de derechos fue considerada un objetivo universal compartido por el conjunto de la humanidad. Sin embargo, al igual que el liberalismo, el feminismo fue desvelándose como un movimiento no universal, sino fragmentario y excluyente, representante de unas mujeres privilegiadas con acceso a la ciudadanía blanca, occidental y burguesa y, por tanto, con derecho a reclamar derechos. Así, poco a poco, fueron surgiendo críticas que resquebrajaron la visión monolítica del feminismo liberal y, a su vez, lo enriquecieron: primero fueron las criticas marxistas que introdujeron el eje de clase señalando que no todas las mujeres sufrían las mismas opresiones por el hecho de serlo, luego llegaron las mujeres negras y las lesbianas que no se sentían representadas en muchas de las demandas ni en los discursos del feminismo blanco y heterosexual, se hicieron escuchar también las voces de las llamadas feministas del 3r Mundo y postcoloniales…
Poco a poco se fueron forjando nuevos conceptos, nuevas alianzas, nuevos encuentros: los feminismos posaron su mirada sobre las múltiples realidades que atraviesan a las mujeres, entendiendo que el cruce de estas realidades da lugar a situaciones, condiciones, posiciones sociales, privilegios, opresiones y necesidades muy distintas: una mirada calidoscópica, generadora de una geometría y un mapa cromático distinto ante cada combinación vital y contextual.
En los últimos tiempos, los movimientos feministas se han visto criticados – es decir, ampliados, repensados y desenfocados – por colectivos y personas funcionalmente diversas. Esta crítica se basa en el hecho de que, el feminismo, al igual que el resto de la sociedad, ha pensado a “LA MUJER” como un ser sano, invulnerable a la enfermedad y a la vejez, sin dependencia alguna, poseedora de plenas capacidades físicas y psíquicas. Así, los feminismos, han entrado de cabeza en la dinámica “capacitista” de nuestra sociedad, que considera la validez de los individuos e individuas en relación a la posesión o no de unas capacidades consideradas normales o estándar.
El feminismo, que hizo de la crítica a la hipersexualización de las mujeres su bandera, olvidó a muchas mujeres que por “discapacitadas” perdieron toda posibilidad de ser miradas como sujetos deseables y/o sexuales. Los feminismos que señalaron el papel de las mujeres como cuidadoras y reclamaron su derecho a ser reconocidas como tales e incluso el derecho a dejar de cuidar, olvidaron el derecho de las que requieren ser cuidadas de forma digna y constante. Y ahora, en la fase de institucionalización de la igualdad de oportunidades, alguien olvidó que las mujeres funcionalmente diversas presentan el doble de dificultades para acceder al empleo que los hombres en la misma situación; que son ellas las principales víctimas de acoso sexual, por razón de sexo y psicológico en el trabajo o que la prevención de riesgos debe tener en cuenta sus necesidades específicas, ya no como personas con discapacidad sino como mujeres con discapacidad.
Llega, pues, la hora de abrir ojos y afinar oídos para ver y escuchar a todas estas mujeres no estándar que llevan tiempo luchando y resistiendo por ocupar el lugar que les pertoca en la sociedad (y también en el ámbito laboral) y que les ha sido usurpado por siglos de discriminación o, en el mejor de los casos, de indiferencia. Por ello, un plan de igualdad de oportunidades,que responda a un compromiso real con la equidad y la justicia, debe aplicar una perspectiva de género, sí, pero también una perspectiva antirracista, anticapacitista y antihomófoba o, expresado de forma positiva: una perspectiva que integre y respete la diferencia y la diversidad.