Votar o no votar: ciudadanas de derecho

Se aproximan elecciones autonómicas en Cataluña y la población se debate entre distintas opciones políticas, entre votar o no votar, entre el voto útil y el voto ideológico, entre la abstención y la nulidad…

Elecciones libres, el acto de votar, un hecho que más de 30 generaciones en el Estado español han vivido con la normalidad propia de una sociedad democrática.

Pero bien sabemos que las elecciones libres no son algo tan habitual sino más bien un privilegio, no sólo de las sociedades llamadas democráticas sino también de aquellas personas consideradas ciudadanas. Así, la posesión de la ciudadanía otorga el derecho a elegir por quien ser gobernado o gobernada.

La Revolución Francesa fundó la ciudadanía moderna bajo la premisa de una humanidad compartida que convertía a todos los individuos en seres iguales ante la ley. Sin embargo, esta ciudadanía, esta fraternidad humana, no se hacía extensible a todas las personas: esclav@s, mujeres, niñ@s, personas sin patrimonio, fueron excluidas de la ciudadanía y por tanto del derecho al voto.

De este modo, las mujeres entraron en la nación ciudadana por la puerta trasera, invitadas a la fiesta democrática más como una concesión que por derecho propio. Reflejo de ello ha sido la larga lucha por el voto femenino, alcanzado en algunos países en épocas escandalosamente recientes.

El primer lugar en el planeta en el que se admitió el voto femenino (siempre en el contexto de las estructuras estatales modernas, no hablamos aquí de la participación de las mujeres en el marco de otras formas comunitarias de gobierno) fue el estado de Nueva Jersey en 1776: por error. El redactado de la Constitución de aquel Estado admitía el voto de todas las “personas” residentes cuyo patrimonio fuese al menos de 50 libras. Pronto se dieron cuenta de las graves consecuencias de aquél error – ¡las mujeres con patrimonio podían votar! – y, en 1807, modificaron el artículo 4 de la Constitución, matizando que sólo podían votar quienes fueran “libres, blancos y varones” (y ricos, claro). Aprendieron pronto, en Nueva Jersey, que el genérico masculino nunca es neutro, y que al nombrar al hombre no se alude al conjunto de la humanidad, que el lenguaje androcéntrico delimita el acceso de las mujeres a los derechos que son exclusividad del varón.

En el Estado español, las primeras elecciones en las que las mujeres pudieron ejercer el derecho al voto fueron las del 19 de noviembre de 1933, hace ya casi 82 años: fueron las segundas elecciones generales de la República proclamada el 14 de abril de 1931.

El papel que jugó la diputada del Partido Radical, Clara Campoamor, en la consecución del voto femenino fue clave: ésta defendió encarnizadamente, en largos debates parlamentarios, el derecho de las mujeres a ejercer el voto, librando duros combates dialécticos y políticos, incluso frente a mujeres de talante marcadamente progresista, como la diputada del Partido Radical Socialista Victoria Kent.

“Resolved lo que queráis, pero afrontando la responsabilidad de dar entrada a esa mitad de género humano en política, para que la política sea cosa de dos, porque solo hay una cosa que hace un sexo solo: alumbrar; las demás las hacemos todos en común, y no podéis venir aquí vosotros a legislar, a votar impuestos, a dictar deberes, a legislar sobre la raza humana, sobre la mujer y sobre el hijo, aislados, fuera de nosotras” (Clara Campoamor: “El voto femenino y yo, mi pecado mortal).

Paradójicamente Clara murió en 1972, exiliada en Suiza, sólo unos meses después de que la Confederación Helvética fuera el último país europeo en aprovar el voto femeninoSuffragettes-9b.

Hoy, ante unas nuevas elecciones, las mujeres nos enfrentamos a la obligación de decidir, decidir si participamos o no y, en su caso, a quién otorgamos nuestro voto. Lo que realmente importa es que, al margen de nuestra opción, de si ejercemos o no nuestro derecho al voto, contemos con la libertad de ejercerlo y no olvidemos la lucha histórica que muchas mujeres lidiaron para concedernos esta libertad.